BIG FISH (Tim Burton) / 2003: Ewan Mc Gregor, Albert Finney, Billy Crudup, Jessica Lange, Helena Bonham Carter, Alison Lohman, Robert Guillaume, Marion Cotillard, Matthew McGrory, David Denman, Missi Pyle, Loudon Wainwright III, Ada Tai, Arlene Tai, Steve Buscemi, Danny De Vito, Deep Roy.

 

   Burton se encargó de la adaptación cinematográfica de la novela “Un pez gordo”, escrita en el año 1998 por Daniel Wallace, obteniendo unos resultados magníficos se mire por donde se mire, pese a que algunos pasajes de la vida del protagonista carezcan de cierta garra, como el que transcurre en Espectro, o el que acontece en terreno enemigo durante la II Guerra Mundial. El director decidió realizar el filme con el fin de exorcizar demonios, después de que su padre y su madre fallecieran en los años 2000 y 2002 respectivamente, enfrentándose así a la tristeza en la que se hallaba sumido, y logrando canalizar todo su dolor para regalarnos una película conmovedora, llena de emoción, con momentos simplemente sublimes, en los que los sentimientos de amistad y de amor (tanto en el sentido afectivo, que surge en el plano paterno-filial, como en el pasional, que germina entre dos personas que se quieren de tal forma que no conciben vivir el uno sin el otro) salpican la totalidad del metraje.

 

   Tenemos así, por un lado, la tormentosa relación entre Edward (interpretado en su adolescencia por un Mc Gregor notable, y en su vejez por un Finney inconmensurable. Es destacable que el anciano, pese a su edad y a la enfermedad terminal que padece, aún hace gala del vitalismo, el optimismo y la fe que se vislumbran en su juventud) y su hijo William Bloom (Crudup, destacado, realizando quizá el papel más desagradecido, pues es el encargado de poner en tela de juicio -por otro lado, de manera más que justificada. ¿Qué hijo no ha tenido a su padre como un héroe cuando era pequeño, perdiéndose esa aura mítica con el transcurso de los años? ¿Quién no ha escuchado las fábulas de los Reyes Magos, del ratoncito Pérez, o de la cigüeña y se las ha creído como si fueran auténticas, tornándose falsas con el paso del tiempo?- cualquiera de las historias que le cuenta su progenitor, empeñado en desvelar los trucos del mago que es su padre), y por otro, la preciosa e idílica historia de amor entre el primero y su esposa (Lange -que parece haber hecho un pacto con el diablo para que no se note el paso del tiempo por su rostro- de mayor -solo mencionar, para resaltar su interpretación, la conmovedora escena de la bañera, en la que se introduce vestida para abrazar a su marido, también vestido. La música del piano de Danny Elfman hace el resto- y Lohman de joven -su presentación en el circo es para quitarse el sombrero, y gracias a la misma entendemos de inmediato el amor súbito que Edward siente por ella con tan solo verla-). De esta manera, el cáncer que sufre el cabeza de familia sirve para que vuelva a contactar con su hijo después de varios años de enfrentamiento (a todos nos gusta que nuestro padre nos cuente cuentos cuando somos niños, pero Will no soporta que el suyo le oculte una realidad que desconoce tras una retahíla de historias que supone fantasías carentes de sentido -incluso le llamará mentiroso en un momento dado, pidiéndole que sea él mismo, y recibiendo una respuesta demoledora: “Soy yo mismo desde el día que nací, y si no quieres darte cuenta de eso, quizá el error sea tuyo y no mío”-), haciendo que éste y su esposa (Cotillard, quizá la más endeble del reparto, ya que su papel no pasa de ser una mera comparsa que no aporta demasiado a la historia) regresen al hogar paterno para acompañar al anciano en sus últimos días.

 

   Así conoceremos esas fábulas que Ed le cuenta a Will desde niño, pequeños retazos que conforman las piezas del puzle que es la vida de aquel, un enorme y magnífico lienzo lleno de luz y color en el que cada pincelada es una nueva historia donde el límite entre realidad y utopía lo pone nuestra mente. Asistiremos al nacimiento de su hijo, el mismo día que pesca ese gigantesco pez que se había tragado su anillo de compromiso; a la visita a la casa de la bruja del pueblo, interpretada por Bonham Carter, en la que tanto él como sus amigos vislumbran en el ojo de aquella cómo y cuándo acontecerá la muerte de cada uno de ellos, y donde se aprecia ese tono gótico y oscuro tan típico de Burton; a todos sus logros deportivos y personales, a los que siempre asiste como perdedor su compañero Don Price (Denman); a su enfrentamiento con Karl (el fallecido McGrory, visto en La casa de los mil cadáveres, Rob Zombie, 2003, y su secuela, Los renegados del diablo, idem, 2005), el gigante que aterroriza al pueblo y del que acaba haciéndose amigo, emprendiendo juntos un viaje repleto de aventuras; a la llegada al apacible y a la par inquietante Espectro, ese pueblo oculto en un bosque de marcado carácter gótico que podría haber salido de Eduardo Manostijeras, 1990, o de Sleepy hollow, 1999, poblado por esos peligrosos árboles que cobran vida y que recuerdan a los Ents de El señor de los anillos: Las dos torres, Peter Jackson, 2002. Son claros los ecos de Deliverance, John Boorman, 1972 (Billy Redden, el hombre del banjo, es el joven que tocaba el mismo instrumento en el inmortal duelo que acontecía en la película citada), con esas gentes del profundo sur (entre quienes se encuentran Buscemi como el poeta Norther Winslow, Pyle en el papel de Mildred, o Wainwright III en el rol de Beamen), sonrientes y hospitalarias, dispuestas siempre a ofrecer alojamiento a los viajeros, pero que parecen ocultar oscuros secretos y aviesas intenciones (otro claro ejemplo, dentro del género, lo encontramos en 2000 maníacos, Herschell Gordon Lewis, 1964, o en su reivindicable remake, 2001 maníacos, Tim Sullivan, 2005). Antes de irse del pueblo, Ed promete a una pequeña llamada Jenny que regresará algún día; al momento en el que conoce a Sandra, su mujer, en el circo Calloway, en una de las escenas más conmovedoras y emotivas vistas en una película, repleta, además, de originalidad (“Fue cuando yo encontré mi destino. Dicen que cuando conoces al amor de tu vida el tiempo se para, y es verdad”, dice Ed cuando la ve. Entonces, la joven se paraliza -atención, insisto, a su imagen, repleta de pureza e inocencia-, al igual que las personas y objetos que pueblan el circo. Todos excepto Bloom, que avanza esquivando a los payasos, malabaristas y espectadores que se interponen en su camino, apartando incluso unas palomitas que flotan en el aire y que caen al contacto, hasta llegar frente a Sandra, a la que pierde de vista cuando la acción se reanuda a toda velocidad para recuperar el tiempo perdido. Pura magia adornada por la magistral partitura -esta vez insuperable- de Danny Elfman, que ribetea la escena de manera sublime). Cuando le cuenta lo sucedido a Amos (un sensacional y simpático De Vito. Por cierto, su ayudante es Deep Roy, el Oompa Loompa de Charlie y la fábrica de chocolate, Tim Burton, 2005, que realizó un papel muy similar al de Big fish en Aullidos 6, Hope Perello, 1991, en la que, rizando el rizo, su jefe, interpretado por Bruce Payne, también era un licántropo), el dueño del circo (“Acabo de ver a la mujer con la que me voy a casar, pero la he perdido. Pasaré el resto de los días de mi vida buscándola. Será mía o moriré solo”, son sus contundentes palabras), éste le ofrecerá trabajo a cambio de suministrarle información puntual sobre la muchacha (trabajo que consiste en meter la cabeza en la boca de un león, ser lanzado por un cañón, limpiar los excrementos de los elefantes, o introducirse en el interior de una jaula por la que circulan motos a toda velocidad, a cambio de conocer el color o las flores preferidas de su amada, los narcisos); a su visita a la facultad donde estudia la chica, intentando conquistarla por todos los medios (dejándole mensajes en clase, escribiendo en el cielo “I love Sandra” con el humo de una avioneta…) pese a que ella está prometida con Don Price (una prueba más de su tesón y perseverancia es la frase "Hay momentos en los que un hombre tiene que luchar y hay momentos en los que debe aceptar que ha perdido su destino, que el barco ha zarpado, que sólo un iluso seguiría insistiendo... Lo cierto es que siempre fui un iluso”). Su último intento, sembrando en el campo que se extiende ante la habitación de Sandra un inmenso campo de narcisos (en una nueva escena que solo se puede calificar como mágica), le conducirá al éxito, pero también a llevarse una tremenda paliza a manos de Don (cuya muerte se produce “viendo” un ejemplar de Playboy en el baño, tal y como vaticinase el ojo de la bruja); y a su llamada a filas para combatir en la II Guerra Mundial (donde conocerá a las siamesas Ping y Jing, interpretadas por Ada y Arlene Tai, que le ayudarán a huir de sus enemigos), donde es dado erróneamente por muerto (hete aquí otra gran escena, en la que vemos a Sandra recibiendo una carta en su casa de manos de un mando del ejército. Cuando la abre, su grito desolador desgarra el silencio reinante -la música, a estas alturas, ha desaparecido-. Un nuevo plano nos muestra a la chica tendiendo la ropa en el patio trasero mientras escuchamos una nueva frase para enmarcar: “Después de cuatro meses, Sandra había logrado vencer las peores pesadillas. Cuando sonaba el teléfono ya no pensaba en que pudiera ser yo quien llamaba. Al pasar un coche, no se levantaba a mirar por la ventana”. Las sábanas blancas y limpias, mecidas por el viento, otorgan, además, cierto aire espectral al conjunto, que se resalta cuando observamos una sombra tras una de las telas. Unos segundos de incertidumbre alargan la tensión para dar paso a una mano que quita una de las pinzas dejando al descubierto a Edward Bloom, y llevan al estallido en sollozos de Sandra, que observa incrédula como el hombre al que ama ha regresado de la muerte para volver a su lado).

 

   En la cabaña donde su padre guarda un montón de trastos viejos, Will encontrará la carta donde aquel era dado por muerto durante la guerra, o el contrato de fideicomiso firmado por Jenny (Bonham Carter de nuevo). Esto nos conducirá a la última historia de Ed, en la que cuenta (y justifica) sus múltiples y continuadas ausencias del hogar cuando era joven (el tema que más suspicacias causa en Will, pues piensa que su padre huía para refugiarse en brazos de una amante), provocadas por su trabajo, con el fin de “comprar una casa de verdad, con una valla blanca” para su familia. En uno de sus viajes se topará con Winslow, que atraca el banco donde se encuentran, viéndose obligado a huir con él. Los consejos económicos de Bloom harán que su compañero emigre a Wall Street, donde se hace millonario, dándole una comisión por los servicios prestados con la que comprará la ansiada casa. Será entonces cuando Will visite a Jenny para interrogarla por el contrato que firmó con su padre, intentando averiguar si hubo algo entre ambos. La mujer continuará la historia anterior, narrando que el padre volvió accidentalmente a Espectro en uno de sus viajes después de verse sorprendido por una impresionante tormenta (que deja su coche colgado en las ramas de un árbol), encontrándose con un pueblo decadente y arruinado. Así llegará a casa de Jenny, que le echará en cara que cumpliese demasiado tarde su promesa de regresar (y tanto nosotros como Ed advertimos que ella es la niña rubia que se quedó prendada del joven durante su primera visita al pueblo). Bloom consigue colaboración de toda la gente a la que ayudó en sus múltiples aventuras (Winslow, Calloway, las siamesas…), comprometiéndose éstos a firmar el susodicho fideicomiso, por el que compran las casas de la aldea, dejándolas en posesión de sus dueños anteriores, que a cambio se comprometen a cuidarlas como si fueran suyas. Edward se encuentra con la oposición de Jenny, que se niega a firmar, pero haciendo gala una vez más de su carácter, arregla el hogar de la chica durante varios meses. Al finalizar, la joven le sugiere que se quede, pero Bloom rechaza la proposición debido al amor que siente por Sandra. Jenny advierte que nada puede hacer por convencerle, y firma el acuerdo como acto de despedida.

 

   Así será como Will se dé cuenta de que no todo lo que le ha contado su padre es mentira, sino que éste opta por adornar las historias con un tono de ensueño para hacerlas más entrañables y menos convencionales. Y entonces llegará a casa y advertirá que su progenitor ya no está. Una llamada le indicará que se encuentra en el hospital, tras una recaída, y asistiremos a uno de los finales más conmovedores y emotivos (¿A quién no se le ha escapado alguna lágrima en los últimos minutos de película?) de (y digo bien y sin exagerar) la historia del cine. Seremos testigos de la sobrecogedora despedida de Edward y Sandra, dos personas que sienten un amor tan puro que causa fascinación (de nuevo el silencio entre ambos -atención a la extraordinaria partitura de Elfman-, y ella acariciándole el pelo, cogiéndole la mano y besándosela, haciéndonos partícipes del punto y seguido de su historia -porque para Tim Burton el amor trasciende la muerte, haciéndose eterno-). Y llegará también el adiós de Will, que tiene lugar cuando su padre se despierta y le dice que le cuente cómo se va (el anciano siempre mantuvo que su muerte no se produciría en la cama de un hospital, si no que sería como vio en el ojo de la bruja), involucrándole así en sus fantasías. Will improvisa y vemos cómo huye de la habitación con su padre en el coche que éste tenía cuando era joven, cómo el gigante Karl aparta los vehículos que entorpecen la fuga, y cómo llegan al río, donde les esperan todas las personas que hemos ido conociendo a lo largo de la película, tanto reales como supuestamente imaginarias (atención al cambio en la música, que pasa del frenetismo inicial a la melancolía). Allí Will carga con su padre (maravillado ante lo que le narra su hijo: “Es increíble. La historia de mi vida”), introduciéndose con él en el río, donde le espera su mujer (esa sirena anteriormente inalcanzable que viera en el lago de Espectro en su juventud), que le da un último beso de despedida. Y Edward es sumergido en el agua, convirtiéndose así en ese gran pez al que siempre admiró por su fuerza, su determinación, su espíritu vital y su perseverancia. Así es como un nuevo plano nos muestra a Edward llorando al ver a su padre muerto en la cama de un vulgar y triste hospital, comprendiendo ahora sí, y de manera definitiva, que a veces es necesario adornar con cierta épica las historias que forman nuestra vida para hacer que ésta sea un poco más dulce.

 

   El final ofrece una concesión optimista que resulta ser un guiño para aquellos que gozan aún de cierto espíritu infantil, pues somos testigos, al igual que Edward y su esposa, de que todos y cada uno de los personajes que pueblan las historias de William eran reales. Así, durante el entierro del anciano, veremos desfilar a Karl el gigante, a Mildred, a las siamesas, ahora convertidas en gemelas (una de las licencias que se tomó el fallecido), a Winslow, a Beamen, a Calloway… todos departiendo amistosamente entre ellos y con los familiares de Will, mientras su hijo observa y escucha emocionado. Un último detalle: atención a la única persona de rojo en todo el funeral, que no es otra que Sandra, destacando entre el negro que visten el resto de personajes. Una postrera pincelada de esperanza, y a la vez, una manera de distinguir a la persona más importante en la vida de Edward: aquella a la que ama.

 

   Destacar, una vez más, la inconmensurable banda sonora de Danny Elfman, así como la brillante selección musical, con canciones de Canned heat, The Allman brothers, The Vogues, Buddy Holly, Elvis Presley, Bing Crosby y Pearl Jam (su “Man of the hour” encabeza de manera sobresaliente los títulos de crédito). Es reseñable, además, el detalle de que es una de las primeras películas en las que el autor rehúye de sus aspectos góticos característicos, optando por un tono mucho más colorista que retomaría pocos años después en la ya mencionada Charlie y la fábrica de chocolate.

 

   Finalmente, señalar que el mensaje que subyace realmente del filme es que, al fin y al cabo, todos somos Edward Bloom, contando historias reales a nuestros hijos, parejas, o amigos, pero dándoles ese punto legendario y fantasioso que las hace míticas y que provocan el brillo y la complicidad en la mirada de quien nos escucha, además de nuestra propia satisfacción. Todos tenemos ese carácter de cuentacuentos, pero cuando se trata de lograr algo de cariño, una sonrisa, un beso, o de adornar un hecho gris y vacío, ¿Quién nos puede reprender por mantener esa actitud, por intentar que perviva parte de ese espíritu que tuvimos cuando éramos niños y que se perdió con el paso de los años? Al fin y al cabo, como reza esa frase del epílogo dicha por Ed y que su hijo hace suya, “Un hombre cuenta sus historias tantas veces que él mismo se convierte en esas historias. Siguen viviendo cuando él ya no está. Y de este modo, el hombre se hace inmortal”. Como inmortal es ese gran pez (el mas anciano del río, el más sabio, el que nunca ha sido pescado) que salta fuera del agua en ese evocador último plano, y como inmortales y eternos queremos permanecer nosotros en la mente de aquellos que nos aman. ¿Quién nos puede culpar por ello?

 

   A veces el cine trasciende sus límites, y hace que una película se haga inolvidable y perviva en nuestro pensamiento toda la vida, quedándose en él como un recuerdo imborrable, logrando la eternidad en la mente del espectador de la misma manera que la consigue Edward Bloom en la de sus seres queridos. Eso ha obtenido Tim Burton con Big fish, una auténtica e inmortal obra maestra sobre la que es un placer escribir.

 

(9/0)

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