ANGUSTIA DE SILENCIO (Lucio Fulci) / 1972: Florinda Bolkan, Barbara Bouchet, Tomas Millian, Irene Papas, Marc Porel, Georges Wilson, Antonello Campodifiori, Ugo D´Alessio, Virgilio Gazzolo, Vito Passeri, Rosalia Maggio, Andrea Aureli, Linda Sini, Franco Balducci, Fausta Avelli.
En un pequeño pueblo del sur de Italia comienzan a sucederse los asesinatos de varios niños. La investigación policial arroja escasa luz sobre la identidad del infanticida, hasta el punto de que los dos principales sospechosos de los crímenes (el tonto de la aldea y una bruja que vive en los alrededores) resultan ser inocentes, lo que no evitará que la turba enfurecida, en busca de un culpable que pague la sentencia que ya ha dictaminado pese a que las pruebas nieguen la autoría de los encausados, proceda al intento de linchamiento del primero y al crimen brutal y revanchista de la segunda. Un nuevo crimen vendrá a demostrar de manera definitiva y tardía la inocencia de ambos, mientras que la investigación paralela llevada a cabo por Andrea Martelli (Millian), un periodista que sigue el caso, y Patrizia (Bouchet, la actriz que diera vida a la Moneypenny de Casino Royale, Val Guest, Ken Hughes, John Huston, Joseph McGrath, Robert Parrish & Richard Talmadge, 1967, y a la que también vimos en otros giallos como La tarántula del vientre negro, Paolo Cavara, 1971; La brigada del inspector Bogart, Ferdinando Merighi, 1972; o La dama rosa mata siete veces, Emilio Miraglia, 1972), una hermosa joven totalmente desconectada de la mentalidad conservadora y arcaica dominante en la villa, obtendrá finalmente resultados con el hallazgo de un sorprendente e inesperado culpable.
Pese a que los detractores de la obra de Fulci lo califiquen (de manera injusta, parcial e interesada) como un autor de exploitations carentes de cualquier valor artístico en las que da rienda suelta a sus tablas de carnicero, el director romano también desarrolló una colección de filmes modélicos dentro del género que aquellos suelen ignorar. Esa visión partidista e incompleta de su filmografía suele producirse por el afán de resaltar aquellas películas realizadas a partir de Nueva York bajo el terror de los zombi, 1979, que dio el pistoletazo de salida tanto a su faceta más gore y salvaje como a su afán por reproducir las andanzas de los muertos vivientes tan en boga en esa época gracias a George A. Romero. Si bien es cierto que a finales de los setenta y principios de los ochenta Fulci se lanzó a reproducir en pantalla las mayores atrocidades imaginables (sin ir más lejos, la escena de la astilla atravesando el ojo de Olga Karlatos en la mencionada Nueva York bajo el terror de los zombi), no lo es menos que anteriormente el director nos legó algunos de los mejores giallos que se han rodado a lo largo de la (corta) historia de ese subgénero. Así, además de esta Angustia de silencio que nos ocupa, Fulci realizó obras tan estimables como Una historia perversa, 1969; Una lagartija con piel de mujer, 1971; Siete notas en negro, 1977; o El destripador de Nueva York, 1982 (ésta, aunque se ciñe a los estilemas del giallo, también se puede englobar en la posterior etapa gore. Basta con ver la escena de la mutilación ocular mediante cuchilla de afeitar de la mujer desnuda).
Angustia de silencio supone un rara avis dentro del subgénero, pues abandona el bullicio y las multitudes de las grandes ciudades, así como la soledad y el aislamiento de enormes recintos góticos sumidos en la oscuridad de la noche e iluminados por los relámpagos de las tormentas (los dos escenarios donde se desarrollan la mayoría de giallos), sumergiéndonos de lleno en un pueblo mediterráneo de la década de los setenta, las casitas encaladas y alineadas formando multitud de calles en la ladera de una montaña bañada permanentemente por el sol. Nuestro primer contacto con lo anormal son esos cánticos atormentados que parecen propios de un rito pagano y que oímos mientras observamos el contraste de lo rural (la villa) con lo urbano (esa autopista de reciente construcción que sobrevuela el valle en el que se ubica la acción). La cámara nos muestra a Maciara (la bellísima Bolkan, vista en la mencionada Una lagartija con piel de mujer), una joven con fama de bruja entre los lugareños, que desentierra un esqueleto humano, de bebé, que a la postre será el de su hijo. A continuación contemplamos como un pequeño mata a una salamandra con un tirachinas. Fulci logra con dos simples escenas la sensación de desasosiego y de turbación, y lo hace sin golpes de efecto o de sonido y a pleno sol (otro mérito más). Esa sensación se irá acrecentando y ampliándose a otras como la incomodidad, la vulnerabilidad o la aflicción cuando somos testigos directos del asesinato de un pequeño de unos diez años y del posterior hallazgo de su cadáver enterrado en el bosque que rodea la villa (aquí veremos por primera vez al Padre Alberto -Porel, que falleció en 1983 a los 34 años de edad a causa de una meningitis-, que acude al lugar para prestar ayuda, y a Maciara, que observa la escena desde la lejanía mientras esboza una enigmática sonrisa). El director nos despoja de nuestra inocencia y nos zarandea hasta dejarnos claro que nadie está a salvo, ni siquiera los niños. Es más, pronto el tonto del pueblo, un pobre hombre que tiene la mala fortuna de encontrar el cuerpo antes que nadie y la desgraciada idea de intentar sacar provecho de ello (entierra el cadáver y pide un rescate a los padres, siendo capturado cuando acude a recoger el dinero), será juzgado como el primer culpable, siendo zarandeado y casi linchado por la turba justiciera ansiosa de sangre y venganza mientras es trasladado a prisión. Solo la aparición de un segundo fiambre (atención a la escena, que vuelve a resultar modélica: una anciana, en una estampa típica, baja las calles del pueblo con un barreño de ropa hacia el lavadero. Cuando llega, apoya el balde en el pilón y mira hacia el agua estancada, emitiendo un estremecedor grito. El siguiente plano nos muestra lo que ella ha visto: el cuerpo de un pequeño sumergido boca arriba y con la cara grotescamente deformada -la boca abierta en una terrible mueca, los ojos hinchados de manera imposible- por la acción del líquido elemento) calmará las ansias revanchistas de la muchedumbre, que inicia de inmediato la búsqueda de un nuevo culpable.
La siguiente escena tampoco tiene desperdicio, mostrando unas manos manchadas de arcilla que cogen un pequeño muñeco vudú con una aguja clavada en el cuello, sepultándolo y efectuando una cruz con cal sobre la improvisada tumba. Obviamente sabemos a quién pertenecen esas manos (Maciara), contrastando esa imagen turbadora con una nueva del Padre Alberto, visto como un párroco joven, afable y comprensivo con los niños. El abanico de posibles culpables se abre con la muerte de Michelle, otro pequeño, que recibe una llamada de alguien conocido que le cita en mitad de la noche en el bosque, siendo estrangulado cuando llega al lugar del encuentro. Fulci comete un error considerable, pues resulta demasiado forzado que el momento en el que el niño cuelga el aparato coincida con la misma acción efectuada por Patrizia en una cabina telefónica de una apartada gasolinera (luego descubriremos que esa llamada no tenía nada que ver con la que recibe el pequeño, con lo que la casualidad resulta aún más artificial si cabe). La búsqueda del cuerpo resulta infructuosa debido a la lluvia, que impide que los perros huelan el cadáver (aunque éste le es mostrado al espectador en un plano cenital con zoom, que lo descubre parcialmente enterrado tras una enorme estatua de Jesús crucificado), mientras que en otro lugar volvemos a ver un ritual con un muñeco similar al anterior. Un chivatazo telefónico realizado por la madre del párroco pone a la policía sobre la pista de Maciara, detenida tras ser perseguida a lo largo y ancho del bosque por los agentes con sus perros (otra escena a resaltar), declarándose culpable de los asesinatos para retractarse de inmediato cuando los agentes le dicen que los niños han sido estrangulados (ella pensaba que las muertes se habían producido a causa del vudú, efectuado sobre los pequeños después de descubrirlos hurgando tiempo atrás en la tumba de su pequeño).
Una vez liberada, asistiremos a una de las escenas más célebres de la filmografía de Fulci, que deja bien a las claras su maestría no ya solo a la hora de rodar, sino también a la de montar. ¿Puede una secuencia que muestra un linchamiento ser poética a la vez que estremecedora, arrebatadora a la par que terrible, o cautivadora mientras resulta repulsiva? Pues ese cúmulo de sensaciones contrapuestas logra el director en el ajusticiamiento de la hechicera, en un par de minutos que solo se pueden calificar de excelentes. La mujer es acorralada en el cementerio, donde a ritmo de rock primero y luego bajo los acordes de “Un giorno insieme a te” de Ornella Vanoni, es asesinada a porrazos con todo tipo de objetos contundentes, como cadenas o estacas, por los paletos del pueblo, en supuesta represalia por la muerte de los niños. De escalofriantes se pueden calificar los efectos que provocan cada uno de los golpes que son descargados sobre el cuerpo de la mujer (en el estómago, abierto por un palo, o en la cara, donde recibe un cadenazo que deja al descubierto parte de la mandíbula). Ésta, herida de muerte, yace en el camposanto cerca de una figura de un ángel caído en el suelo, arrastrándose hasta el borde de la carretera cercana, donde exhala su último aliento mientras observa el paso de un coche en el que unos pequeños sonríen despreocupados en el asiento trasero. Una nueva muerte volverá a poner en evidencia a los ejecutores.
Las pesquisas efectuadas por Patrizia y Martelli comienzan a dar sus frutos cuando éste deduce que la asesina podría ser la madre del párroco, celosa por los cuidados que su hijo les dedica a los pequeños, pero la realidad resulta aún más horrible: el verdadero autor de los crímenes no es otro que el Padre Alberto, que en su locura elimina a los infantes antes de que pierdan su pureza al hacerse adultos (ese plano casi al final que lo muestra jugando al fútbol con los chicos, que visten trajes de un blanco inmaculado). Dos características tan fulcianas como el pesimismo (acrecentado tras el suicidio de su esposa en el año 1968, después de que le fuese diagnosticado un cáncer) y el anticlericalismo vuelven a quedar sobradamente reflejadas en la obra analizada: Los personajes son retorcidos y malévolos en su mayor parte, buscando solo el beneficio propio, y el pueblo actúa como una masa enfebrecida carente de raciocinio, que interviene movida por la mezquindad, la hipocresía y la ignorancia, mientras que el en apariencia benévolo y afable sacerdote resulta ser el asesino que elimina a los niños por una causa carente de sentido (él pertenece al mundo de los adultos, ese mundo que considera impuro y corrupto y del cual quiere mantener alejado a su rebaño, y como adulto juzga y condena a los únicos seres del mundo a los que aún considera dignos).
En el debe, algunas de las peores características del posterior Fulci comienzan a salir a la luz, como el final, con la grotesca muerte del sacerdote despeñándose por un barranco mientras su rostro choca una y otra vez con los distintos riscos que se topa en su caída, deformándose hasta quedar completamente destrozado. Lo de las chispas que salen a cada golpe resulta todo un misterio. El director tampoco tiene problema en mostrar algunas cosas por las que actualmente sería crucificado cualquier cineasta, como niños fumando, o siendo seducidos por bellísimas señoritas (tremenda y preciosa Bouchet), o resultando ser las víctimas de un peligroso asesino en serie.
(8,5/5)