ASESINATOS DE MAMÁ, LOS (John Waters) / 1994: Kathleen Turner, Sam Waterston, Ricki Lake, Matthew Lillard, Scott Morgan, Walt MacPherson, Justin Whalin, Patricia Dunnock, Lonnie Horsey, Mink Stole, Mary Jo Catlett, John Badila, Kathy Fannon, Tracy Lords, Suzanne Sommers.


   El polémico John Waters (siempre será recordado por rodar una de las escenas más desagradables de la historia del cine, aquella en la que el travestido Divine engulle un excremento de perro al final de Pink Flamingos, 1972) dirigió esta comedia negrísima en la que lanza sus dardos envenenados, arremetiendo directamente y sin reservas ni sutilezas, contra la típica familia americana de clase media-alta de moral estrictamente conservadora y ultracatólica hasta la nausea. Los miembros de la que protagoniza nuestro filme serán Eugene y Beverly Sutphin (Waterston y Turner, ambos geniales. Atención a los gestos y mohines -mezcla de incredulidad y orgullo- que pone el actor protagonista de Ley y orden cada vez que su esposa hace de las suyas. Por su parte, la actriz está sobresaliente, ocultando su enajenación bajo una eterna sonrisa y un cúmulo de palabras amables y biensonantes que hacen que los asesinatos que comete parezcan justificables e incluso necesarios, pese a que las auténticas razones en las que se basan sean tan fútiles como que el profesor de su hijo critique la actitud de éste en clase; que Scotty -Whalin, después de protagonizar Muñeco diabólico 3, Jack Bender, 1991-, el mejor amigo de su retoño, se toque mientras ve revistas pornográficas -lo de no ponerse el cinturón de seguridad quizá sea un poco más grave, pero tanto como para merecer morir abrasado…-; que Carl -Horsey- el novio de su hija, deje a ésta por otra chica -algo aún más justificable si esa otra chica es Tracy Lords-; o que una de los miembros del jurado lleve zapatos blancos al día siguiente de cierta festividad) en el papel de los padres, mientras que Misty y Chip (Lake y Lillard, ambos notables. El segundo da rienda suelta a su histrionismo, normalmente desesperante -incluso en Scream, Wes Craven, 1996, su interpretación era excesiva pese a dar vida a un psicópata-, pero que aquí sirve para trazar los rasgos de un personaje que necesita esos excesos) serán sus repelentes hijos, conformando un clan lleno de contradicciones e hipocresía (la madre es una asesina demente; el padre defiende con vehemencia la pena de muerte… pero también a su esposa; la hija coquetea o se abalanza sobre cualquier hombre que se interponga en su camino, sin importarle ni edad, ni estado, ni condición; y el hijo es un fanático del cine de terror y del gore -podemos verle en dos escenas disfrutando de dos clásicos de la talla de Blood feast, Herschell Gordon Lewis, 1963; o de La matanza de Texas, Tobe Hooper, 1974- que justifica los crímenes de su madre -a la que admira por sus actos-, protegiéndola con fervor religioso e incluso ayudándola a escapar de la ley) que, evidentemente, saldrá indemne de todas las tropelías que comete (por algo son los héroes de la función). La forma en la que Beverly consigue librarse de la cárcel defendiéndose a sí misma y eliminando a los testigos de las formas más peregrinas (el testimonio de uno de los policías es invalidado porque colecciona revistas de transexuales; el de una vecina de la enjuiciada, porque no recicla la basura; un testigo directo cambia su declaración cuando ve a Beverly enseñándole las piernas y las bragas por debajo de la mesa…) es, simplemente, genial.


   Pero el director no se detiene ahí, sino que también golpea en la boca del estómago de otros estamentos supuestamente ecuánimes, cuya misión es salvaguardar la justicia y aplicarla de manera imparcial como son los jueces (el de nuestra película parece ejemplar, hasta que Suzannne Sommers -conocidísima por sus apariciones en dos populares telecomedias como Apartamento para tres y Paso a paso-, interpretándose a sí misma, -ella, en un claro ejercicio metafílmico, será la encargada de dar vida a Beverly Sutphin en la película que está a punto de empezar a rodarse sobre el tema-, entra en la sala en la que se enjuicia a la mamá asesina, quedándose embobado e ignorando a partir de entonces todo lo que le cuenta el fiscal), o los policías.


   Finalmente carga las tintas de manera inmoderada hacia nuestra sociedad actual y los individuos que la componemos, ya que todo aquel personaje que asoma el rostro a lo largo del metraje es o bien un demente, o un depravado sexual, o un cotilla, o un hipócrita, o un embustero, por no hablar de la turba de gañanes que siguen el juicio y que resultan fanáticos de la protagonista, venerándola como si de una estrella del rock se tratase, y creyendo en su inocencia a pies juntillas (la escena en la que la jalean y animan a la entrada del juzgado no tiene precio, al igual que la otra en la que la muchedumbre enfervorecida compra todo tipo de merchandising sobre el caso).


   Está claro que bajo la superficie cómica con la que el director reviste su filme se encuentra una visión negrísima y pesimista sobre el ser humano y la forma de comportarse de éste con sus semejantes, dibujando un retrato ácido del mismo en el que resaltan características como la envidia, la falsedad, la venganza, el extremismo religioso, o simplemente, la más absoluta estupidez. Personalmente no comparto ese punto de vista tan oscuro, pero lo cierto es que a veces solo hay que ver los telediarios o poner casi cualquier canal privado en el horario de tarde para darse cuenta de lo insondable que llega a ser la necedad humana en muchas ocasiones.


(6,5/4)

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