CANDYMAN: EL DOMINIO DE LA MENTE (Bernard Rose) / 1992: Virginia Madsen, Tony Todd, Xander Berkeley, Kasi Lemmons, Vanessa Williams, DeJuan Gay, Marianna Elliot, Ted Raimi, Ria Pavia, Mark Daniels.
Helen (Madsen, vista en Dune, David Lynch, 1984; La universidad de los zombis, Ron Link, 1987; Los inmortales 2: El desafío, Russell Mulcahy, 1991; Angeles y demonios, Gregory Widen, 1995; o Exorcismo en Connecticut, Peter Cornwell, 2009), una escéptica universitaria que realiza una tesis sobre leyendas urbanas, invoca a Candyman, el espíritu de un antiguo esclavo que fue mutilado y asesinado tras dejar embarazada a una mujer blanca. A partir de ese momento una serie de terribles asesinatos comienzan a producirse, dándose la circunstancia de que Helen siempre aparece en la escena del crimen y que los salvajes crímenes parecen haberse cometido con un enorme garfio de hierro.
El director británico Bernard Rose adaptó a la pantalla uno de los relatos incluidos en los “Libros de sangre” de Clive Barker, obteniendo un resultado aceptable aunque irregular y manteniendo la tendencia consistente en que las traslaciones fílmicas de los textos del escritor inglés aún no han logrado alcanzar o superar la altura de éstos, sin importar que hayan sido realizadas por el mismo escritor o por manos ajenas.
En esta ocasión nos encontramos con uno de los productos más reseñables junto a Hellraiser: Los que traen el infierno, 1987; Razas de noche, 1990; o El señor de las ilusiones, 1995, curiosamente todas ellas dirigidas por Barker con la excepción del filme que nos ocupa. En los cuatro casos hallamos filmes dignos, capaces de entretener y mantener nuestra atención, pero que por una u otra razón no llegan a alcanzar resultados notables, y mucho menos sobresalientes.
En el caso de Candyman, la historia del esclavo linchado y ajusticiado por amor que regresa del más allá para llevarse consigo a aquellos que ponen en duda su existencia (o que osan repetir su nombre ante un espejo cinco veces), tenemos una labor de dirección correcta aunque plana (quizá debido a las escasas tablas de Rose, que por aquel entonces solo había mantenido cierto contacto con el género realizando La casa de papel, 1988, resultando sus otras aportaciones fílmicas carentes de interés), que abusa de determinados recursos que, por otro lado, parecen vacuos y carentes de más sentido que el propio artificio (esa multitud de planos cenitales, tanto de las calles de Chicago como de la universidad a la que acude Helen, que parecen estar ahí simplemente porque quedan bien; los fugaces insertos que tienen lugar cuando la protagonista se encuentra por primera vez con su némesis en el garaje…). El plantel actoral también es notable (Madsen y Berkeley realizan unas correctas interpretaciones, y Todd, pese al hieratismo de su personaje, crea un icono del cine de terror que pasa a engrosar la nómina de psychos míticos, junto a los por aquella época ya asentados Jason Vorhees, Freddy Krueger o Michael Myers), pero tanto la personalidad y la empatía que sus personajes causan en el público (todos y cada uno de ellos tienen alguna característica que les hace perder puntos: Helen es una metomentodo egoísta, que antepone su tesis a la seguridad de los suyos y de aquellos que no conoce pero que la ayudan, como Anne-Marie -Williams-, o el pequeño que la lleva hasta el lugar donde tuvo lugar uno de los supuestos crímenes perpetrados por el asesino; Trevor resulta pomposo y embustero; y de Bernadette -Lemmons- y el resto, mejor no hablar, porque acaban importándonos más bien poco) como sus motivaciones y reacciones a los hechos que se van sucediendo (la insistencia de Helen de volver una segunda vez al edificio de Cabrini Green, el suburbio donde late con fuerza la leyenda de Candyman, pese a que sabe que es un lugar sumamente peligroso -de hecho, será brutalmente agredida por los pandilleros de los alrededores-; o la absurda decisión que toma de invocar a su antagonista en presencia del director del centro en que es recluida -si el espíritu no aparece quedará como una perturbada, y si lo hace, seguro que no es con el fin de presentarse y excusarse por lo sucedido-, rubricada por la idea de darse a la fuga una vez su interlocutor es asesinado) crean un muro infranqueable que impide que nos identifiquemos con ninguno de ellos, resultando finalmente más cercano el psicópata de turno (al fin y al cabo, un hombre oprimido y sometido por el hombre blanco que es ajusticiado y asesinado por éste por cometer el imperdonable error de enamorarse y hacer el amor con una mujer de una raza distinta) que la protagonista, empeñada en aparecer como culpable una y otra vez ante la policía, y las personas que la rodean. Lo peor es que otros aspectos, como la repetitiva e insidiosa melodía de piano o los coros que se repiten una y otra vez a lo largo del metraje, aportan más bien poco al producto final, que da una sensación de vacío casi tan grande como las desoladas calles de la urbe en la que se desarrolla la acción.
Quizá lo mejor de todo sea su final, con una protagonista que pasa de ser víctima a culpable, transformándose en el camino en leyenda urbana asesina que complementa las andanzas criminales del auténtico protagonista de la función, que no es otro que Candyman. Al fin y al cabo, por eso la película se titula así.
(5,5/4)