EYE, THE (Danny & Oxide Pang) / 2002: Angelica Lee, Lawrence Chou, Chutcha Rujinanon, Yut Lai So, Candy Lo, Yin Ping Ko, Pierre Png, Edmund Chen, Wai-Ho Yung, Wilson Yip.

 

   Sin duda para el que escribe, la mejor película perteneciente a la ola de terror asiático que inundó de fantasmas atormentados las pantallas de todo el mundo a principios del nuevo milenio. Mun (Lee) es una joven ciega que recibe un transplante de corneas con la esperanza de recuperar la visión. Una vez realizada la operación, comenzará a ver a su alrededor los espíritus de gente fallecida. Aterrorizada, investigará el origen de los órganos transplantados, averiguando que pertenecían a Ling (Rujinanon), una joven que tenía poderes premonitorios, además de la capacidad de ver a los muertos.

 

   Nos encontramos con un filme sumamente novedoso con respecto a las demás películas de éste subgénero, produciéndose un fenómeno curioso que consiste en que los personajes del relato están dotados de una personalidad y una complejidad de las que carecen en el resto (no digamos ya en los correspondientes remakes americanos). Los dos personajes principales (la mencionada Mun y el doctor Wah –interpretado brillantemente por Chou-) poseen rasgos que los hacen emotivos y reconocibles para el espectador, lo que hace que éste se sienta identificado con ellos. Además, los personajes secundarios no desmerecen, pese a ser un mero acompañamiento (tanto Lo en el rol de la hermana de Mun, como Ping Ko como su abuela, cumplen con su cometido).

 

   A su vez, la historia está sumamente bien desarrollada, comenzando como una típica (y totalmente aterradora) ghost story (o kaidan eiga en términos asiáticos) y finalizando como una película de catástrofes en toda regla, viéndose además todo el metraje salpicado de ciertos momentos dramáticos (la inclusión de la subtrama de Yingying –Lai So-, la niña enferma de cáncer, vecina de cama de Mun, y el final de la misma, no por esperado menos impactante y triste, con ese plano del espíritu de la pequeña siendo escoltado por su ángel de la guarda en el hospital) sin decaer el interés cuando se sumerge en cualquiera de los géneros mencionados. Los aspectos técnicos son igualmente destacables, mereciendo especial atención la dirección de los hermanos Pang; la bellísima fotografía de Decha Srimantra (ganador en esa categoría en el Festival de Sitges del año 2002); los impresionantes FX, tanto visuales como digitales y de maquillaje, a la altura de cualquier superproducción hollywoodiense (toda la escena final en la carretera, con la explosión del depósito del camión, que hace volar los coches que se encuentran en el atasco, y que empieza con un espectacular plano interno a lo C. S. I. en el que vemos el camino recorrido desde la llave de contacto de uno de los vehículos que pone en marcha el mecanismo de encendido hasta el momento en el que salta la chispa de la bujía que provoca la deflagración); o la estupenda labor de sonido; sin olvidarse de los títulos de crédito, tan simples como efectivos.

 

   Pero si hay un punto en el que la historia destaca es en la recreación de los aterradores set pieces que conforman el universo poblado por fantasmas que solo la protagonista puede ver. No recuerdo haber pasado tanto miedo y angustia (tanto que ver la película solo y a oscuras se convierte en una tarea complicada) viendo una película de terror en los últimos años salvo en la escena final de Samara saliendo del pozo en The ring: El círculo, Hideo Nakata, 1998; en alguno de los planos de Kayako bajando por las escaleras de la casa de La maldición, Takashi Shimizu, 2002; o en la secuencia de la habitación con el fantasma que sale arrastrándose tras la cama de 2 hermanas, Ji-Woon Kim, 2003 (curiosamente, todas ellas películas orientales). El caso es que hay varias escenas realmente estremecedoras, como aquella en la que Mun, aún convaleciente, sale a uno de los pasillos del hospital y escucha un ruido similar al mugido distorsionado de una vaca, viéndose de pronto sorprendida por la aparición de una lúgubre anciana que se desliza alrededor y hacia ella mientras murmura con una voz de ultratumba: “¡Tengo frío!”; esa otra del niño que se encuentra en la puerta de entrada de la casa de la chica, en cuclillas, y que come la cera de una vela mientras le pregunta si ha visto su cuaderno de notas (más tarde sabremos que se suicidó debido a la pérdida del mismo); la que tiene lugar durante las clases de caligrafía, en la que el espíritu de una joven se lanza sobre Mun tras gritarle: “¿Qué estás haciendo en mi sitio?”; la de la madre con el bebé que entra deslizándose en el restaurante y se pone a lamer un trozo de carne del mostrador; o la más impactante de todas, sin duda: la que acontece en el ascensor, cuando la mujer espera la llegada de éste y observa por la cámara que no hay nadie dentro. Entonces la puerta se abre y ve a un anciano que mira hacia una de las esquinas, entrando a continuación una pareja, que, evidentemente, no lo percibe. Mun toma el otro ascensor, pero para su desesperación (y la nuestra) observamos que el anciano se encuentra en el interior. Es entonces cuando la escena se hace eterna, alargándose hasta el infinito y colmando la paciencia del más pintado, pues observamos como el anciano se desliza en el aire a la espalda de la protagonista y pegado a la pared de la cabina, para, cuando se encuentra justo detrás, darse la vuelta y aproximarse lentamente. Es tal el terror que causa la escena, que el momento en el que se abre la puerta supone un auténtico desahogo para el espectador. Destaca también la existencia de unos ángeles de la guarda que custodian los espíritus de los fallecidos en el momento en el que se produce su muerte, alejándose de cualquier convencionalismo fijado por el cine o la literatura hasta la fecha (nada de seres celestiales alados y radiantes, sino entes siniestros, que se perciben borrosos y que visten de negro. No podía ser de otra forma si tenemos en cuenta que son los encargados de llevarse las almas de los muertos).

 

   Finalmente reseñar que las dotes adivinatorias de Mun y de Ling guardan ciertas reminiscencias con las que poseía Casandra en la mitología griega (paralelismo que también se establece en Scream 2, Wes Craven, 1997, entre el personaje de Sydney, interpretado por Neve Campbell, y la ya mencionada profetisa, en la escena de la representación teatral). Ésta era hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya, y pactó con Apolo, a cambio de un encuentro amoroso, la concesión del don de la profecía. Su negativa al amor del dios una vez concedido el poder de la predicción provocó que aquel mantuviese su don, pero con la puntualización de que nadie creería sus vaticinios.

 

(8/2)

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