NOCHE DEL TERROR, LA (Andrea Bianchi) / 1981: Karin Well, Gianluigi Chirizzi, Simone Mattioli, Antonella Antinori, Roberto Caporali, Peter Bark, Claudio Zucchet, Anna Valente, Raimondo Barbieri, Mariangela Giordano.

 

   Varias parejas son invitadas a una enorme mansión en el campo por un amigo que se dedica a investigar ciertas artes etruscas. Esos estudios hacen que los muertos que habitan en las catacumbas de la vivienda se levanten de sus tumbas y empiecen a sembrar el terror tanto entre los moradores de la misma como en sus alrededores.

 

   Tras el éxito de la sobresaliente Zombi, George A. Romero, 1978, una auténtica oleada de películas sobre cadáveres redivivos procedentes de Italia, la mayoría de ellas subproductos de tercera categoría que solo intentaban aprovechar el éxito de la película citada, invadieron en multitud las salas europeas y americanas. Así, a finales de los setenta y toda la década de los ochenta del siglo pasado “disfrutamos” de salvajadas (tan infumables como divertidas) del calibre de La invasión de los zombis atómicos, Umberto Lenzi, 1980; Las noches eróticas de los muertos vivientes, Joe D´Amato, 1980; Apocalipsis caníbal, Vincent Dawn, 1980; Zombi holocausto, Marino Girolami, 1980; El despertar de la momia, Frank Agrama, 1981; Zeder, Pupi Avati, 1983; Zombi 3, Lucio Fulci, Claudio Fragasso & Bruno Mattei, 1988; Zombie 4: After death, Claudio Fragasso, 1989; o la ya un poco más tardía Killing birds: Zombi 5, Claudio Lattanzi, 1991, aunque el máximo exponente de esa variante transalpina sobre los muertos vivientes es y siempre será el gran Lucio Fulci, que con su trilogía sobre los revividos, formada por Nueva York bajo el terror de los zombi, 1979; Miedo en la ciudad de los muertos vivientes, 1980; y El más allá, 1981, firmó los mejores exponentes de toda esa avalancha de filmes. Una vez vistas las películas del director romano, parece más que notable la diferencia cualitativa de las mismas con respecto a la retahíla citada, y también resulta difícil de explicar la animadversión que genera Fulci, cuya obra se engloba en el mismo cajón de sastre en el que cabe esa retahíla, sin tener en cuenta la atmósfera, la ambientación, el clima malsano y la tensión que el director es capaz de generar en determinados momentos de sus filmes.

 

   Pues bien, La noche del terror, del inefable Bianchi, quizá sea el exponente más lamentable de toda la hornada nacida en Italia, mérito nada fácil de alcanzar, pues el nivel de infamias es considerable. Eso sí, su cota de torpeza es directamente proporcional al cachondeo y la juerga que puede provocar su visionado en determinadas condiciones carentes de cualquier tipo de prejuicio. Tan solo la aparición de Peter Bark, el actor que encarna a Michael, el hijo de una de las parejas, ha hecho correr ríos de tinta, pues realmente el intérprete, que padece enanismo, contaba con 26 primaveras cuando realizó el papel, algo que se puede comprobar en cuanto nos fijemos mínimamente en el “pequeño”. Si a eso sumamos que su (pésima) interpretación es entre grotesca y enfermiza, debido principalmente a que también lo son la mayoría de situaciones que protagoniza, comenzamos a entender el porqué de la fama del largometraje. Momentos como aquel en el que irrumpe en la habitación en la que Evelyn (Giordano), su madre, y George, su padrastro (Caporali), hacen el amor, merecen pasar a la antología de disparates del género, por un lado por las reacciones y gestos excesivos de Bark (remarcados por los habituales zooms de la época), y por el otro, porque cuando el vástago ya se encuentra en el cuarto, con presunta cara de sorprendido, y la madre tapada con una manta, ésta sale de la cama completamente desnuda en un plano totalmente gratuito y recoge un camisón, que utiliza para… volver a taparse. Pero hay dos secuencias que son recordadas por los fans del género por su sordidez y su toque malsano: Una de ellas es aquella en la que, tras repeler un ataque de los zombis, madre e hijo se sientan en un banco de la casa. La mujer abraza al pequeño y le dice: “Michael, pobre chiquitín”. Entonces él empieza a besarle la mejilla y luego la boca, respondiendo Evelyn a las muestras de efusividad de su retoño. El “niño” saca un pecho de su progenitora y empieza a toquetearlo, mientras ella le sigue besuqueando de manera apasionada sin darle importancia a lo que sucede. Finalmente, Michael pasa una mano bajo las faldas de la mujer y la sube lentamente hasta tocar las bragas y llegar a la altura del sexo. Entonces Evelyn reacciona furibunda abofeteando a su retoño. La otra secuencia citada, que acontece al final de la película, será analizada posteriormente.

 

   Comparando de nuevo con Fulci, éste siempre fue acusado de alargar las escenas de tensión hasta el paroxismo (recordemos la escena de la astilla en el ojo de Olga Karlatos en Nueva York bajo el terror de los zombi -aquí tendremos una burda copia de ese momento en la muerte de Leslie, a la que da vida Antinori-, o la broca del torno acercándose a la cabeza de Giovanni Lombardo Radice en Miedo en la ciudad de los muertos vivientes), pero es difícil encontrar en sus obras la búsqueda del susto fácil mediante trucos tramposos, algo de lo que también tenemos nuestra ración en el filme analizado. Porque tan solo de truco tramposo se puede calificar ese momento en el que las bombillas de las lámparas empiezan a estallar como por arte de magia (¿o son los zombis los que las hacen reventar con sus poderes telequinéticos?), o aquel otro en el que uno de los protagonistas se halla recostado en un árbol del jardín ensimismado escribiendo una carta mientras alguien se acerca por detrás (justo antes hemos visto un plano de los zombis moviéndose por las cercanías de la casa), creando una tensión que se torna vacua cuando descubrimos que se trata de su pareja, que intenta asustarlo.

 

   Que La noche del terror sea el más lamentable de cuantos zombie exploitation se realizaron en Italia por aquella época se debe a una colección de momentos que han pasado ya, por méritos propios, a la historia de desvaríos del cine de terror. Por destacar los más llamativos (aunque hay muchos más), podemos mencionar que los muertos vivientes vuelven a la vida en las catacumbas del caserón del profesor en un momento preciso a causa de un error de éste mientras “estudiaba las prácticas mágicas de los etruscos” (si alguien buscaba una razón convincente para que unos cuerpos momificados y polvorientos que llevan más de dos mil milenios muertos vuelvan a la vida, desde luego, aquí no la va a encontrar). Ante lo anterior, se pueden plantear varias preguntas: ¿Qué rico extravagante y un tanto estrafalario no tiene una cripta en los sótanos de su mansión en las que se hallan enterrados un montón de cadáveres de la época de los etruscos? ¿Por qué sale un zombi de la tierra al día siguiente, en mitad de un prado a plena luz del sol, justo al lado de una pareja juguetona? ¿Por qué diablos todas las parejas de la película se dedican a retozar en cualquier lugar, sin importarles que los muertos vivientes broten del suelo a su lado como las setas en otoño? ¿Qué hace otro zombi enterrado en un enorme macetero del jardín?

 

   También tendremos nuestra cuota de actrices que huyen del peligro cayéndose una y otra vez, como si tuvieran las rodillas pegadas con chicle, o los cordones de los zapatos atados; cepos colocados en el jardín de la mansión para cazar a algún oso despistado o a alguna invitada que no mira donde pisa, y que, pese estar varios minutos atrapada en uno de ellos, solo se lleva unos rasguños en el pie; personajes que se dejan capturar por un zombi solitario cuando se encuentra en campo abierto y tiene miles de formas de escapar; o que tapian puertas y ventanas con enclenques ramas de árboles (¿De dónde las sacan?) cuando se hallan alojados en una mansión en la que todo es de madera; o que deciden ignorar los tres vehículos que tienen justo a la entrada de la vivienda, evitando la forma más rápida, sencilla y eficiente de huir (a no ser que hayan sido averiados por los zombis sin que nosotros lo hayamos visto. Zombis que, recordemos, llevan más de dos mil años muertos -aunque hay alguno que, por su maquillaje, parece que lleva un par de días- y no han visto un coche en su vida); muertos escaladores que ascienden por una columna de piedra para llegar al tejado; supervivientes que en plena huida de la casa de los horrores se paran a echar una siesta en medio del campo… Y si particularizamos en comportamientos ridículos, una tal Janet (Well) se encuentra a salvo con el mayordomo en un salón mientras los acechadores golpean la sólida puerta de madera que no les permite entrar. Entonces le pide a su acompañante que vaya a buscar a su marido, quedándose sola. Los zombis, en el exterior, siguen golpeando el portón durante una auténtica eternidad, hasta que consiguen dañar mínimamente la madera. Como no podía ser de otra manera, la chica sigue allí, haciendo todo tipo de muecas ridículas y sollozando sin motivo, hasta que decide tomar una lanza de una estatua que está a su lado. Tras otro larguísimo rato, la joven comienza a llamar a su novio entre gimoteos, y después de otro lapso de tiempo entra el primero de los revividos. En lugar de atacar, la chica recula, cae, y entonces clava su lanza, pero el problema es que ya hay varios enemigos en el interior. Eso sí, pese a su torpeza será salvada in extremis por sus compañeros. Uno de ellos es Mark (Chirizzi), su pareja, que exclama una de las frases más surrealistas de la película: “Dejemos que entren, quizá quieran algo de dentro de la casa y no a nosotros”. Hay que tener en cuenta dos cosas: Una, que los etruscos polvorientos ya han atacado a un montón de gente, a algunos de ellos en el exterior, así que parece que su fin no es encontrar ningún objeto mágico, sino exterminar a todo quisque sin excepción. Dos, que tanto Janet como Mark son los dos supervivientes que llegan al final con vida (otra cosa es que sobrevivan), así que podemos deducir que son los más inteligentes de los invitados. Teniendo en cuenta su comportamiento, basta para hacerse una idea del nivel de juicio de la caterva de ineptos que observamos en pantalla. Pero la cosa aún puede empeorar si le sumamos esa horrible y machacona música de sintetizadores que “ameniza” todo el metraje de principio a fin.

 

   Aún con todo lo anterior, faltan por mencionar sendos momentos cumbres que merecen párrafo aparte. Uno es la escena de la muerte de la doncella, que es enviada en solitario a cerrar una ventana de madera del piso superior (supongo que para que no haya corriente). Cuando se asoma para observar el paisaje nocturno, uno de los muertos  le lanza desde una distancia considerable, cual ninja (recordemos una vez más lo exasperantemente lentos que son los cadáveres), una estaca de hierro, que, como no podía ser de otra manera, clava la mano de la desdichada en la hoja de la ventana, dejándola “atrapada” (entre comillas porque en ningún momento queda claro el motivo por el que no se libera con la otra mano) y convenientemente asomada al exterior. Entonces los zombis, desde el suelo, cogen una guadaña que pasaba por allí, la alzan y le rebanan el cuello, pero no de un tajo, sino bajando la hoja, que debe estar afiladísima, muy lentamente (tan fácil como quien corta una rodaja de chóped con una motosierra) mientras que la chica se deja hacer (en un par de planos se observa perfectamente que puede introducir la cabeza en la habitación -de hecho, hay un momento en que lo hace-, quedando fuera del alcance de los cadáveres revividos). Finalmente, la testa amputada cae al suelo, siendo devorada por los muertos.

 

   El otro momento cumbre, quizá el más glorioso, es aquel que engloba todo el tramo final. Los supervivientes llegan a un monasterio en el que los monjes son zombis, algo del todo imposible, pues los etruscos revividos salen de las catacumbas de la mansión y en ningún momento llegan a la abadía. Bianchi nos “regalará” otra tabla de higadillos y tripas con la muerte de James (Mattioli), que en el altar en el que es asesinado gira su posición 180º por arte de magia (la misma que hizo estallar las bombillas de la casa, salir a un muerto viviente de un macetero, aparecer un cepo para osos en medio de un jardín, o teletransportarse a los zombis al monasterio y, como veremos luego, al almacén de muebles). La huída sigue hasta un Ikea rural (también utilizado por Dario Argento para su Inferno, 1980), en el que los tres huidos se encierran con llave (¿De dónde la sacan?) aún cuando nadie les sigue. En el interior, casualmente, hay otro zombi, lo que provoca una nueva fuga, pero la teleportación vuelve a actuar y todos los revividos del priorato se hayan ahora frente a la puerta metálica de la entrada. Así que nuestros héroes vuelven a subir por las escaleras, encontrándose a Michael (con los dos brazos. La magia del cine otra vez), que debía de estar en el almacén comprándose un mueble (ojo a la cara de “¿Pero qué demonios…?” de Chirizzi). Y claro, Evelyn se arroja en los brazos del pequeñín. Entonces él le vuelve a sacar un pecho y ella recita la que puede ser una de las frases más enfermizas de la historia del cine: “Cariño, sé que te gusta tanto… como cuando eras un bebé, sé que lo deseas”. Él succiona el seno y luego arranca el pezón de un mordisco (atención a los rostros de estupefacción de la pareja observando la escena). La mujer se muere de golpe y la consabida teleportación vuelve a actuar situando en el cuarto del que salió Michael hace unos instantes a los revividos que hace un segundo estaban en el exterior, los cuales capturan a los dos supervivientes y acaban con ellos. O no, porque la imagen se congela cuando las manos cadavéricas se aproximan a Evelyn y la sierra de madera se acerca al rostro de Mark.

 

(3/6)

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