REGRESO A MOIRA (Mateo Gil) / 2006: Juan José Ballesta, Natalia Millán, Jordi Dauder, Victoria Mora, David Arnaiz, Adrián Marín, José Ángel Egido, Miguel Rellán, Mayte Cedeño, Joserra Cadiñanos, Walter Prieto, Elisa Medina.
Tomás (Ballesta, bastante flojo) es un joven de dieciséis años que vive en un pequeño pueblo de la España profunda en la época del franquismo tardío. Un día de verano sube con Carlos (Arnaiz) y Vicente (Marín), sus dos amigos, hasta una casa situada en lo alto de una loma y apartada del resto en la que vive Moira (Millán, de lo mejor de la película), una atractiva mujer que cuenta con las antipatías (y envidias) de los habitantes del pueblo (sobre todo de la población femenina), pues su forma de vida, alejada de las estrictas normas imperantes en la época, no casa en absoluto con lo tradicional. El chico se enamora de Moira en cuanto la ve, siendo correspondido, pero cuando tras varios encuentros furtivos es rechazado debido a sus celos, se siente despechado, contándole a su madre que su amante le ha hechizado y ha abusado de él sin su consentimiento. La particular justicia de los habitantes de la aldea, regida por la moral cristiana más estricta, rancia e hipócrita, se encargará de poner orden y de devolver la “normalidad” al pueblo, deshaciéndose de aquello que considera impuro de la forma más cruel e irracional, y ocultando el horrible crimen, que quedará así impune. Cuatro décadas más tarde, un ya adulto Carlos (Dauder, que sí logra dar ese tono abatido y amargado propio de un personaje de las características del que interpreta) regresa a su pueblo asediado por los fantasmas del pasado y por un sentimiento de culpa irremisible. El trágico suicidio de su esposa y la llegada de una carta de tarot igual a la que su amante le entregase muchos años atrás son los resortes que le hacen iniciar un viaje con el que pretende quedar en paz consigo mismo y con la propia Moira.
La cuarta de las Películas para no dormir recupera el pulso de las dos primeras entregas (La habitación del niño, Alex De La Iglesia, 2006; y Para entrar a vivir, Jaume Balagueró, 2006), dejando atrás, felizmente, a la muy floja La culpa, Narciso Ibáñez Serrador, 2006, ofreciendo un relato que por momentos se ciñe a los estilemas del drama de posguerra tan habitual como reiterativo de la filmografía española de las últimas décadas. Afortunadamente, Gil le aporta una pátina sobrenatural que lo entronca con el cine fantástico, concretamente con el subgénero protagonizado por fantasmas y espíritus, confiriéndole al filme un rasgo distintivo sumamente agradecible.
La película comienza de manera brillante, con ese monólogo de Carlos, viajando en su vehículo hacia el que fuera su hogar en su juventud, en el que cita la carta de Los amantes, recibida en su domicilio y que tan solo pudo ser enviada por alguien que falleció mucho tiempo antes. Mediante flashbacks seremos testigos del momento en el que Carlos y Moira se conocen (el joven cae cuando intenta huir del exterior de la casa de ella, recogiéndole ésta y curándole las heridas), así como de la historia de amor que surge entre ambos y de las reticencias y resentimientos que causa la bella mujer entre las arpías del pueblo, que sentencian a la “bruja” dando fe de su analfabetismo y su miedo, peligrosa mezcla muy habitual en la España de posguerra (y actual) causada por la ignorancia y el temor a todo aquello que resultara nuevo o desconocido y que “desafiase” las rancias y arcaicas creencias de la época, basadas en un catolicismo fundamentalista y ultraconservador. Así, con esa agitación que causan los extremos, Moira fallecerá abrasada en su propio hogar después de que Carlos mienta por despecho a su madre, inculpando a su amante por un delito que no ha cometido, prendiéndose así la llama del odio, que se extiende sin control por la aldea (a lo que parecen contribuir la aridez del terreno -el calor y el bochorno se palpan en el ambiente- y del corazón humano), hasta que la turba enfurecida acude a la loma a aplicar su sentencia. La parte sobrenatural cobra su sentido en el presente (cuando observamos al Carlos adulto en busca de un perdón que nunca llegará. Su encuentro con un Vicente -Rellán- ya entrado en años sirve de anticipo, pues éste, también enamorado de Moira, le cuenta, resentido por la traición de su antiguo amigo a la mujer, que ésta le espera en la antigua vivienda. La paz solo llegará cuando el fantasma equilibre la balanza, cobrándose cumplida venganza por la traición de su amado), personificada en esa carta del tarot que recibe sin remite, pero que solo ha podido ser enviada por Moira; o en esa horrible visión que el protagonista sufre en el baño de la habitación de su hotel, con su esposa sumergida en la bañera con las muñecas cortadas por una cuchilla, que le observa para luego indicarle que mire hacia atrás, siendo tanto él como nosotros testigos de la aparición de Moira envuelta en el mismo sudario con el que fue cubierta en el momento de su muerte; o en la que contemplamos en el vehículo de Carlos, de nuevo con la amante oculta por las sábanas, que golpea de súbito el retrovisor, quedando reflejada en él la carta que había sido quemada instantes antes por el protagonista.
(6,5/1)
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